Sublime princesa

La primera vez que la vi supe de inmediato que alguien como yo jamás sería suficientemente interesante para alguien como ella, y a pesar de ser amiga de varios de mis compañeros, a pesar de haber viajado todos juntos en el mismo taxi un par de veces, nunca tuve mucho valor como para hablarle, además de que no tenía idea de qué podría decirle a una chica así.

Pero el destino, enigmático como ninguna otra cosa conocida, quiso un cambio.

Por dos años la veía acercarse a saludar a algún amigo que me acompañara, y por ese lapso de tiempo dejé que el silencio hablará por mí. Hasta que un día en el que no esperaba nada emocionante, saliendo de una nutriente clase de filosofía en la que el profesor había hablado de Platón y de su Caverna, se me acercó de repente y me saludó al reconocerme. Pareciera que que me había equivocado no una sino dos veces. Esta chica era más de lo que imaginaba, y tal vez existía oportunidad para mí.

Dos años más han pasado, al igual que una serie de sucesos aleatorios de los que no podría quejarme pero tampoco llamar grandiosos. Ella nunca dejó mis pensamientos, ni siquiera cuando otra chica los ocupó por un tiempo, y ahora solo puedo decirme que no quiero que pasen otro par de años antes de que algo magnífico tome lugar. Me encuentro tan cerca de ella, y tan lejos a la vez, y frente a mis ojos se encuentra el odioso velo de la inseguridad que no me permite distinguir las señales con la facilidad que me gustaría.

Hoy puedo decir con seguridad una sola cosa, pero la vida y el destino me demuestran que, a veces, callar puede traer mejores resultados. Diez días me separan de ella, y luego nada nunca más. O así lo espero.

Los más grandes placeres de la vida no llegan ni rápido ni fácil.

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