La ciudad de todos los finales
Desde lo alto caí en este viejo mundo de polvo gris, de edificios en ruinas, de sospecha y constante persecución. No sabía si ya corría de algo o ese algo me hacía correr hacia él, pero llegué aquí y pronto lo que me trajo dejó de importar tanto como lo que me retuvo. Creí estar solo hasta dar con otros sobrevivientes, otros como yo y a la vez más preparados para andar en esta ciudad miserable. Decidí seguirlos e intenté aprender de ellos.
Lo más importante que noté estando a su lado es que nadie miraba hacia arriba, nadie añoraba volver. Pero no era rendición, no era conformidad ni mucho menos miedo; estaban felices aquí. No entendía del todo por qué, y hasta cierto punto tampoco buscaba entender, tal vez pensando que el hacerlo me ataría más a este lugar y de un momento a otro yo también dejaría de pensar en lo que perdí. "No hay vuelta atrás", repetían como queriendo convencerse a sí mismos antes que a mí.
Los seguí por varios días, alimentándome de sus historias y enseñanzas, acompañándolos adondequiera que estuviesen yendo. Así aprendí de sus dichas y preocupaciones, pero mucho más de sus creencias, en especial de esa gente que contaban que llegaba de los cielos para morir. Sobre ellos me dijeron poco, casi nada; por miedo, por ignorancia, por pensar que mencionarlos era como llamarlos. "No son como nosotros", aclaraban con énfasis. Y así sus miedos comenzaron a volverse míos también.
A cada momento recogíamos toda clase de objetos entre los escombros del camino, como quien recoge restos de vidas pasadas. Todo lo poníamos a nuestras espaldas o en nuestros estómagos. Por lo general eran materiales que usábamos a modo de herramientas, pero más que nada para intercambiar. Hurgando por horas entre las piedras, la tierra y el polvo comprendí que para eso estábamos aquí, para encontrar pedazos de lo que alguna vez fue este mundo. Cón qué propósito, eso nunca me lo dijeron.
Desde mi llegada anduvimos lejos de otros grupos. No había enemistad, solo un sano respeto por el espacio ajeno y una muy marcada necesidad de andar en números pequeños. Si llegaba a haber contacto éste era corto y directo, sólo un intercambio de palabras o bienes, y únicamente con aquellos que parecían tener refugio, nunca con otros viajeros. "No es seguro", fue la única explicación que recibí al respecto.
Aquella regla fue rota pocos días después, tras llegar a la zona más habitada de la región. Un enorme rascacielos caído era ahora el hogar de cientos de sobrevivientes, una comunidad que había preferido olvidar la desdicha del mundo externo y concentrarse en vivir felices en la ignorancia, resguardados en su fortaleza de cemento. No quedaban muchos lugares como estos en el mundo, pequeñas islas en el desierto empolvado donde la vida todavía valía algo.
Caminamos por varios pasillos y cuartos, algunos llenos y otros dejados a las ratas, las pocas que todavía no habían sido devoradas. Cruzamos umbrales sin puertas, subimos escaleras sumidas en la penumbra y tras incontables minutos dimos por fin con el lugar al que mis acompañantes deseaban llegar. Una larga serie de habitaciones contiguas habían sido acondicionadas para albergar una diversidad de baratijas y otros objetos de dudoso valor, todos colocados sobre estantes improvisados. Algunas personas se paseaban observando y apreciando las rarezas, mientras otras negociaban potenciales intercambios; mi atención, sin embargo, estaba en ti, parada en medio de todo con la mirada en mí. "No es posible", pensé de inmediato.
De pronto entendí por qué estaba aquí. Por un instante pensé que había llegado para encontrarte, que mi caída en este mundo y todos los pasos que me trajeron a este lugar fueron para dar contigo, para salvarte y sacarte de aquí. Pero al siguiente supe que no era así. Comprendí que este siempre había sido mi hogar. Aquí nací, crecí y en algún momento también huí, en algún momento olvidé que me fui, alejándome para siempre de todo esto, incluso de ti; en especial de ti. Escapé al mundo de arriba buscando una nueva vida y por alguna razón volví. Sí, había llegado para encontrarte, pero quien necesitaba ser salvado era yo.
En ese momento mis acompañantes me sujetaron fuertemente de los brazos. "No intentes nada", dijeron sin realmente temer que pudiese hacerlo, y me llevaron con facilidad hasta ti. Recibieron una recompensa de tu parte y me entregaron. Y casi como si hubiese decidido regirme por las palabras anteriores, no intenté nada, no intenté absolutamente nada. Quedé parado frente a ti, viendo cada uno de tus detalles, recordándolos, lamentándolos, analizando quién eras, quién había olvidado que eras para mí. Entonces sacaste la pistola.
No sentí el disparo, ni siquiera sé si apuntaste en mi dirección. En ese momento sólo cerré los ojos, completamente cansado, cansado de caer, de caminar, de hurgar en recuerdos ajenos, de huir de ti. En ese momento comencé a deshacerme, a volverme polvo, a dejar de ser yo mientras el viento iba esparciéndome. Y en cuestión de instantes estuve en todas partes. Y tú, por supuesto, también.
El daño que algunas personas causan se olvida y perdona con el tiempo; eso es lo bueno.
Eso también es lo malo.
Eso también es lo malo.
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