La chica de la casa amarilla

Antes de conocerte conocí tu música. Te escuché por primera vez durante el invierno, cuando por casualidad pasé por tu ventana y el cálido sonido de tu piano calentó cada uno de mis huesos. Tomé asiento en la vereda junto a tu casa, decidido a seguir oyendo esa melodía que hasta el día de hoy no he sacado (ni he querido sacar) de mi cabeza. Y cuando por fin acabó, como salido de un trance me despedí en silencio y retomé mi camino.

 La segunda vez que te escuché tocar fue tras seguir la propia voluntad de mis pasos, movidos por el deseo de llevarme hasta tu canción. Esa tristeza en la música, ese cariz nostálgico imbuido en las notas  me daba indicios de quién podías ser, de cómo podría haber sido tu vida, y en medio del sonido te imaginaba. Y sonreía. Eras hermosa.

La última vez que te visité me embargó la curiosidad y decidí echar un vistazo por tu ventana, buscarte y tratar de reconocerte, hacer material esa fantasía que había creado alrededor de ti, alrededor de una imagen que de a pocos dejaba de satisfacerme. Y te vi. Y me viste verte. Y en esos pocos segundos que mi curiosidad se vio saciada, sentí que una parte de mí comenzaba a morir.

Hoy he querido regresar a escucharte, a degustar el dulce sonido de tu melodía. Pero sé que, a pesar de que tu música siga presente, tú no estarás ahí. Ahora, cada vez que paso por tu casa, siento el peso de mi error, y por eso sigo de largo arrastrando conmigo la memoria de días pasados, días en los que prefería vivir en sueños. Antes de conocerte conocí tu música, y ahora que te conozco, sé que no eres a quien quise conocer.


El duro precio de la idealización.

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