Peor que los cigarrillos
Antes de salir de casa te cercioraste de tener los mil dolares en el bolsillo, aún sin saber para qué diablos te los había dado tu padre. Como todas las madrugadas, ibas de camino al paradero donde subirías al carro de siempre, dormirías la hora entera de viaje y pasarías cerca de ocho horas sentado detrás de un escritorio leyendo y firmando papeles en blanco. Pero un golpe en la cabeza hizo de esta madrugada algo totalmente distinto.
Cuando abriste los ojos notaste que estabas sentado detrás de un escritorio, pero en lugar de papeles había cuchillos, pinzas, sierras y herramientas que nunca habías visto en tu vida, todas brillando bajo la única lámpara del pequeño cuarto. Intentaste moverte, pero al instante notaste las cuerdas que te mantenían sujeto a la silla, así como la mordaza que cubría tu boca, y pronto una voz que provino de algún lugar de la habitación te hizo olvidar por completo lo anterior.
Luego de adaptarte un poco a la iluminación, conseguiste ver a quien hablaba, una silueta delgada inclinada en el umbral de la puerta con una mano en el bolsillo y la otra sujetando un cigarrillo prendido. Decía que habías sido raptado, que no tenías nada de que preocuparte, que las cosas sobre la mesa no serían usadas en ti sino que solían ser para otros trabajos. El corto tiempo que estuvo parado ahí, mientras terminaba de fumar, se dirigió a ti de manera muy amigable, mencionó que no te harían daño, que saldrías en libertad incluso si no pagaban el dinero pedido y hasta habló un poco de sí mismo, de lo mucho que le interesaba el béisbol. Después de eso se fue.
Minutos más tarde, quizás horas, regresó. Entró al cuarto, cogió uno de los cuchillos de la mesa y se acercó a ti rápidamente. El miedo que sentiste en ese momento no permitió que reparas en su rostro, ahora iluminado, sino en el arma, la cual llevó hacia ti de manera aparentemente amenazadora. Sin embargo, pronto notaste que se dirigía a las cuerdas, y en poco tiempo estuviste liberado. Pero antes de levantarte y salir corriendo, el sujeto te cogió de los brazos y dijo algo que no pudiste escuchar. No te soltó, como si esperase algo, tal vez una respuesta.
Pasaron unos segundos y volvió a hablar, y nuevamente no conseguiste escucharlo. Y otra vez quedó en silencio. Sin poder decir nada a causa de la mordaza, asustado, ansioso y desesperado, usaste toda tu fuerza para zafarte y golpearlo en la mejilla. Pero una vez que el individuo estuvo noqueado, escapar ya no estaba dentro de tus planes. Quien yacía en el suelo era un viejo compañero, un chico con el que habías perdido comunicación hacía ya casi doce años, el único amigo que hiciste durante las clases de béisbol en la academia.
Confundido, metiste la mano en el bolsillo esperando que no te hubiesen revisado al raptarte y de él sacaste los mil dólares que tu padre te dio aquella mañana. Los pusiste al lado del muchacho, tomaste uno de los cigarrillos que viste sobresalir de su camisa y lo partiste en dos luego de susurrar "esto terminará matándote". Saliste apresuradamente de la habitación y no miraste hacia atrás hasta que estuviste fuera del complejo en el que te mantenían prisionero. Al cabo de unas horas estuviste de vuelta en tu casa, con unas ganas increíbles de batear algo.
La rutina es peor que los cigarrillos.
Comments
Post a Comment