Frenesí de fantasías incumplidas

No era dormir aquello que le molestaba. Podía aguantar la noche entera soñando; lo había hecho desde pequeño. Pero lo que causaba tremenda ansiedad en él era la posibilidad de tener un sueño repetido, volver a pasar por las mismas situaciones, recorrer de nuevo locaciones oníricas y experimentar sensaciones iguales otra vez. No era algo que sucediese muy a menudo, pero cuando sí era así, podía pasarse semanas reviviendo los mismos sueños, noche tras noche.

Quizás podía soportar con cierta paciencia aquéllos en los que pasaban cosas amenas o que lo hacían sentir bien; las mañanas siguientes debía convencerse de que nada de lo soñado había pasado realmente, que el buen humor con el que despertaba no debía influir demasiado en su forma de ser. Pero la historia era otra con las pesadillas. Abría los ojos en medio de la noche y sufría por mantenerse despierto lo que restaba de aquélla, seguro de que volver a dormir supondría regresar a experimentar miedo y dolor.

Cuando me contactó por ayuda estuve a punto de echarlo de mi oficina al creerlo un demente, pero mi curiosidad pudo más y tuve que averiguar qué le sucedía. Toda mi vida deseé crear una máquina que pudiese proyectar en forma de imágenes lo que soñamos, pero aunque aún no consigo hacerla realidad, sí puedo jactarme de ser uno de los pocos poseedores de un aparato capaz de medir las emociones de los sujetos mientras se encuentran en estado de sueño. Tuve que utilizarlo con él.

Durante las primeras sesiones lo notaba muy inseguro respecto a mis métodos, pero al final siempre lograba convencerlo. Lo recostaba sobre la camilla, le colocaba los implementos de medición, aplicaba el sedante y me pasaba el resto de la noche observando los datos en la computadora mientras el individuo soñaba. Durante el día me dedicaba a analizar los resultados e iba archivándolos con la esperanza de encontrar alguna clase de patrón. Todo un mes seguimos con el mismo procedimiento, él en la camilla y yo tras el escritorio, hasta que un día intenté algo diferente.

Como parte de mi investigación y experimentación para construir la máquina proyectora de sueños, había diseñado un cableado especial que no cumplía con la función para la que había sido hecho, sino una que vi útil para esta situación. Uno de los patrones que hallé en los sueños del sujeto, y guiándome por lo que me dijo, es que solía tener tres noches seguidas de "sueños positivos", dos de "pesadillas" y el resto de "no-sobresalientes". Así que, cuando noté que durante dos noches su nivel de emociones positivas se elevó por encima del promedio, la tercera le coloqué una extensión del cableado especial y el extremo opuesto lo conecté a mí mismo.

La idea era aprovecharme de su sueño, de las emociones positivas que tendría que haber experimentado y hacerlas mías. Me recosté en una segunda camilla, cerré los ojos y dejé que las sensaciones se adueñaran de mí. Sin embargo, una de las cosas que fallé en prever, una de las variables que no tuve en cuenta a pesar de haber dedicado horas al proyecto, fue deducir que aquello positivo para uno no necesariamente lo es para otro. Y, aunque mi intención sólo era nutrirme de las emociones, cumplí mis deseos, si bien de una manera totalmente diferente a la que había esperado, de ver los sueños ajenos.

Yo era el sujeto. Y él caminaba entre sombras hacia una ciudad de fuego, y yo sentía que había estado ahí antes, sabía que el aire y las cenizas que entraban por su nariz hasta mis pulmones nos eran familiares. Allá a lo lejos nos saludaba alguien desde la penúltima ventana de la derecha en el edificio más alto, pero al acercarnos notábamos, sin sorpresa, que era un ave atrapada intentando salir por esa misma ventana. Las pistas estaban cubiertas por roca carbonizada, y sobre ellas se deslizaban las cáscaras que eran las personas, algunas prendidas en fuego, otras humeando. Quise detenernos, dar la vuelta y escapar, pero en el fondo sabía que debía ser de otra manera. Mi corazón palpitaba con violencia y sus ojos estaban irritados por el calor. Podía sentir algo en mi costado, algo que se movía por debajo de la piel y mordía de a poquitos, cada vez más fuerte, cada vez causándonos mayor dolor.

Fue entonces que desperté en mi oficina, empapado de sudor y paralizado por el horror de la experiencia. Me costaba respirar, me atragantaba con mi propia saliva y en cada parte de mi cuerpo sentía una presión enorme, como si alguien o algo estuviese sobre mí aplastándome. Con desesperación y tras varios minutos pude ponerme en posición vertical y quedar sentado sobre la camilla, adolorido pero ya más en control de mis movimientos. Entonces noté la máquina medidora de emociones, en el suelo y hecha pedazos, aunque no me sentía mal, quizás embargado por la tranquilidad de saber que no me había pasado nada malo. En ese momento pensé en el sujeto y preocupado volteé la cabeza. Lo vi recostado sobre su camilla. Era yo. Y había muerto.


Soñar tiene sus riesgos.

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